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lundi 8 décembre 2014

CESARE PAVESE - LOS MARES DEL SUR


CESARE PAVESE
Italia, 1908


(a Monti)
Caminamos una tarde por la ladera de un cerro,
en silencio. En una sombra del tardo crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco,
que se mueve pausado, con faz bronceada,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro debió encontrarse muy solo
-un gran hombre entre idiotas o un pobre insensato-para
enseñar a los suyos tanto silencio.

Mi primo ha hablado esta tarde. Me ha preguntado
si ascendería con él: en las noches serenas
desde la cumbre se avista el reflejo del faro
lejano, de Turín. "Tú que vives en Turín..."
me ha dicho "...pero tienes razón. La vida debe vivirla uno
lejos de su tierra: se saca provecho y se goza
y después, al regreso, como yo a los cuarenta,
todo se encuentra nuevo. Las Langas no se mueven de sitio".
Todo esto me ha dicho y no habla italiano,
sino que usa, pausado, el dialecto que, como las piedras
de este mismo cerro, es tan áspero
que veinte años de idiomas y de distintos océanos
no se lo han rasguñado. Y asciende el repecho,
con la abstraída mirada que vi, de pequeño
en labriegos algo fatigados.

Durante veinte años dio vueltas por el mundo.
Marchó siendo yo un niño en brazos de mujeres
y le dieron por muerto. Después oí a mujeres
hablando de él, a veces, como en fábula;
pero los hombres, más serios, le olvidaron.
Un invierno llegó una postal para mi padre ya muerto
con un gran sello verdoso de barcos en un puerto
y votos por una buena vendimia. El asombro fue grande,
pero el niño, ya crecido, explicó ávidamente
que la tarjeta venía de una isla llamada Tasmania,
rodeada de un mar azulísimo, bravío de escualos,
en el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió que, a buen
seguro,
el primo pescaba perlas. Y despegó el sello.
Dieron todos su opinión, pero todos concluyeron
que, si aún no estaba muerto, moriría.
Todos después le olvidaron y pasó mucho tiempo.

¡Oh, cuánto tiempo ha pasado desde que jugaba
a piratas malayos! Y, desde la vez postrera
en que bajé a bañarme en un sitio mortal
y en que, persiguiendo a un compañero de juegos, trepé a
        un árbol,
quebrando sus hermosas ramas, y le rajé la cabeza
a un rival y fui apaleado,
¡cuántas vida ha pasado! Otros días, otros juegos,
otros arrebatos de la sangre ante rivales
más escurridizos: los pensamientos y los sueños.
La ciudad me ha enseñado infinitos pavores:
un gentío, una calle me han hecho temblar,
a veces un pensamiento, atisbado en un rostro.
Noto aún en los ojos la luz escarnecedora
de miles de faroles sobre la barahúnda de pasos.

Mi primo regresó, concluida la guerra,
gigantesco, entre unos pocos. Y tenía dinero.
Los parientes musitaban: "En un año, a lo sumo,
lo dilapida todo y se larga de nuevo.
Así concluyen los desesperanzados."
Mi primo tiene un semblante decidido. Compró una
         planta baja
en el pueblo y allí hizo prosperar un garaje de cemento
con un flamante surtidor de gasolina ante él
y con una grandiosa placa de anuncio en la curva del puente.
Después contrató a un mecánico que cobrase el dinero
y recorrió las Langas enteras fumando.
Mientras tanto, se había casado en el pueblo. Se desposó
          con una muchacha
grácil y rubia como las extranjeras,
que seguramente había encontrado algún día por esos mundos.
Pero continuó saliendo solo. Vestido de blanco,
con las manos en la espalda y la faz bronceada,
por la mañana acudía a las ferias y con aire socarrón
contrataba caballos. Después me explicó,
cuando el proyecto hizo aguas, que su plan consistía
en arrebatar al valle todos sus animales
y obligar a la gente a comprarle motores.
"Pero el animal más grande de todos" decía
"he sido yo por pensarlo. Debería haber visto
que aquí bueyes y gentes son de la misma raza".

Llevamos andando más de media hora. La cima está cercana,
arrecian en torno nuestro el fragor y el silbido del viento.
Mi primo se para en seco y se vuelve: "Este año
escribo en el cartel: -
Santo Stefano
ha sido siempre el primero en las fiestas
del valle de Belbo
- y que vayan diciendo
los de Canelli." Acomete después el repecho.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en la oscuridad,
algunas luces lejanas: alquerías, automóviles
que apenas se oyen; y yo pienso en la fuerza
que me ha restituido a este hombre, arrancándolo al mar,
a las tierras lejanas, al silencio que dura.
Mi primo no habla de los viajes efectuados.
Dice, displicente, que ha estado en tal sitio o en tal otro
y piensa en sus motores.
Sólo un sueño
permanece en su sangre: una vez cruzó el mar
como fogonero en una embarcación pesquera holandesa, el
Cetáceo,
y bajo el sol vio volar los pesados arpones,
vio ballenas que huían entre espumas de sangre
y cómo las perseguían y cómo alzaban las colas y bregaban
con el bote.
A veces me lo evoca.
Pero cuando le digo
que está entre los afortunados que vieron la aurora
sobre las islas más bellas de la tierra,
sonríe ante el recuerdo y responde que el sol
se alzaba cuando ya el día era viejo para ellos.

Publicado en Las 2001 Noches 



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